Ayer escuché esta frase de Goethe, que no se me va de la cabeza: "saberse amado da más fuerza que saberse fuerte". Por eso el miedo, la duda, el escepticismo son dragones que nos amenazan.
Hoy he leído la meditación de Cantalamessa, el predicador de la Casa Pontificia, que habla, en parte, de esto. A pesar de todo, es difícil creer que Dios nos ame a cada uno, personalmente, con un amor infinito: "es quizá, lo más difícil para nosotros, criaturas humanas". Ante esto sólo nos cabe "la fe-estupor, la fe incrédula (una paradoja, lo sé, ¡pero cierta!), la fe que no sabe comprender lo que cree, aunque lo cree." Es el claroscuro, no sólo de la fe, sino también del amor. Y es que el amor es, en gran medida, una cuestión de confianza. Confianza en el otro (y en el Otro), en su incondicionalidad, en ese "saberse amado" que es el mayor motor, lo mejor que nos puede pasar, aunque no siempre lo experimentemos. Son las tierras de penumbra en las que caminamos, escogiendo el sufrimiento -la fe incrédula- antes que la seguridad.
Y estoy segura, con esta fe, que es tan fe como la fe más fuerte, de que realmente vale la pena.
¡Sí!¡Sí!¡Sí! Un saludo, Rafa.
ResponderEliminarLa vida a veces es como estar encima de una barra de equilibrios. Porque la fe no da seguridad, sino que estar dispuesto a vivir en la inseguridad. La fe incrédula es vivir a oscuras, en las sombras, también cuando la confianza se tambalea...
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