viernes, 13 de agosto de 2010

Poesía infantil

Nada como recordar la infancia. Hace poco he recordado un poeta que descubrí en la Biblioteca de inglés de mi colegio, hace ya unos cuantos años. Se llama Shel Silverstein y tiene un don maravilloso de escribir poesías con una rima tan medida e ingenua, que resultan de una musicalidad perfecta para contar historias a los niños pequeños. La suya es una poesía infantil, que suele venir acompañada de dibujos que no sólo ilustran sino que completan y concluyen el poema. Una poesía, muchas veces narrativa, para sonreír, para volver a ser niños y recuperar esa inocencia. Y es que en el fondo, lo reconozco, siempre he envidiado a los escritores infantiles. No es fácil, una vez se es "grande", ser capaz de escribir cosas sencillas y profundas que no sólo diviertan a los niños, sino que también les diga algo a cualquiera que se acerque a ellas. Además pienso que la literatura infantil tiene que tener una dosis educativa, no digo moralizante, sino que su fin ha de ser dejar algo en los pequeños. Cuando aún se es niño y no se sabe apreciar el valor de una obra de arte en sí misma, el cuento, la poesía o lo que sea, tiene que lograr ese equilibrio de ser bueno (en sí mismo) y ser bueno para el niño, como buena es la salud. Y si eso se logra, ¡cuánto bien se puede hacer por la niñez, por la sociedad! Nuestra cultura, creo, tiene mucho que ver con los cuentos que se nos cuenta de niños. Al fin y al cabo, todos hemos crecido más o menos con las mismas historias. Sabemos lo que es la obediencia por Caperucita y las eternas barreras sociales por Cenicienta. Ahí está todo, también los tópicos que nos rigen, la sabiduría de los refranes y, por qué no, hasta la ley natural. Por muy mal que pensemos, siempre queremos enseñarle cosas "rectas" a nuestros hijos.
En fin, todo esto era en realidad para decir que si algún día os topáis con "Where the sidewalk ends" o "The giving tree", que al menos son los que conozco de Silverstein, no paséis de largo. Son realmente unas joyas para recordar lo que es ser niños, para divertirse, para descubrir cosas nuevas, y con un poco de colmillo y "filosofía", para pensar un rato.

domingo, 1 de agosto de 2010

Crossroads


A los Restrepo

Nuestras vidas son caminos cruzados. Ríos en los que se encuentran muchas aguas. Vientos que chocan con otros y repentinamente cambian de dirección. Nuestra historia está hecha de encuentros y desencuentros, y muchas veces me sorprende –a veces me atemoriza– pensar cómo nuestra vida puede cambiar completamente por algo tan peregrino como el destino, la suerte, el azar o una mera coincidencia.
Estoy segura de que todos lo hemos pensado al menos una vez. Una persona que se salva de un accidente por haber tardado un minuto más al salir de casa y llegar a la estación de autobuses. Una historia de amor que comienza por la sincronía de dos relojes –únicos– que puso a dos personas en el lugar y el momento preciso. Una vida que cambia porque un completo desconocido le propinó una sonrisa en medio de la calle, mientras ella sufría. Una vocación artística que comienza a raíz de una enfermedad. Una muerte no perdonada por un segundo. Es el ritmo de la vida, el latir de la muerte.

Hoy, más que en los sucesos, pienso en las personas. La contingencia de un año de nacimiento que nos hace conocer a nuestros primeros amigos. La persona menos esperada que nos da el consejo oportuno que cambia nuestras vidas. La marea del mundo que trae hasta Pamplona gente de tantos sitios, que une en una misma clase gente que no tendría por qué estar allí. Tantas personas que pasan por nuestras vidas dejando su huella y después desaparecen, para hacer lo mismo con otros tantos. Esos. Los otros. Los que pasan dejando mucho de sí y llevándose un poco de nosotros. ¿Por qué este y no otro?

Eso que algunos llaman coincidencias afortunadísimas, yo lo llamo Providencia. Y qué consuelo. No sé si es frívolo decirlo, pero sólo por esa certeza valdría la pena creer en Dios. Otra explicación sería demasiado inverosímil. Dios no juega a los dados. A mi madre le gustaba la imagen de que Dios juega más bien al ajedrez, y así, providencialmente, en medio de un juego pensadísimo encuentra sus delicias en los caminos cruzados de las vidas de los hombres, sus hombres.