jueves, 22 de julio de 2010

Por qué ver las películas en versión original. Un apunte sobre la sutileza


En España, por tradición (entre otras razones que ya se verán), se doblan absolutamente todas las películas, no sólo las infantiles como sucede en la mayoría de los países. Si bien es cierto que tienen el mejor doblaje del mundo, y esto es algo de lo que se sienten muy orgullosos, incluso una película bien doblada pierde mucho de su belleza primitiva, de su fondo, y nunca llega a ser tan buena como cuando se ve en V.O. No me refiero aquí únicamente a las películas en inglés, que son la mayoría de las comerciales y el único idioma “plus” que hablo, sino a todas, porque ver una película en V.O. es mucho más que leer un libro en el idioma en que fue escrito. Si se tiene conocimiento del idioma original de la película, verla en V.O. es casi una obligación, pues en ese caso se podrán apreciar muchos más matices, juegos lingüísticos, expresiones propias e intraducibles de la lengua que hacen que los personajes sean quienes son. La unidad entre el modo en que utilizamos nuestra lengua materna o cualquier otra lengua que hablemos y lo que somos, nuestra personalidad, es tan estrecha que poder captar esas sutilezas en una película nos da un panorama mucho más profundo acerca de la mentalidad de los personajes y nos permite entender mejor sus acciones, sus pensamientos, sus móviles. El arte cinematográfico es sumamente rico, pues incluye fotografía, música, movimientos de cámara, interpretación, etc., pero todo está ordenado a una misma cosa: contar una historia. Una historia que siempre se define por los personajes que la constituyen. Si los personajes están bien logrados, el resultado será una buena historia, por banal que parezca. Entender bien los personajes, hacerse cargo de ellos, es fundamental. Por eso si se sabe, así sea un poco, de la lengua original, no hay excusa para verla doblada, pues en todo caso siempre están los subtítulos para aclarar lo que no se entienda. Y, dicho sea sólo de paso, ver películas es un método excelente para aprender un idioma, y aprenderlo vivencialmente (eso que tanto nos gusta).

Ahora bien, retomando la argumentación inicial, las V.O. no están hechas sólo para quien entiende el idioma en que están hechas. Es más, casi me atrevería a decir que no saber un idioma es una razón extra para verla en V.O (con subtítulos, por supuesto), pues eso significa que estamos mucho menos familiarizados con esa civilización y para poder entender mejor la película tenemos que empaparnos un poco de la cultura donde se desarrolla la historia, de la cultura que son los personajes en sí. Eso se logra en parte con el componente visual, pero las entonaciones, cadencias, el sonido mismo de la lengua que nos dice algo, que tiene una armonía musical, rítmica, también nos brindan elementos inagotables de la cultura. Ver una película japonesa, por ejemplo, doblada es casi un insulto a la cultura y ante todo una gran pérdida, también intelectual. Los sonidos tan propios de las lenguas orientales nada tienen que ver los de la lengua española. Ya lo he dicho: pensamiento y lenguaje están íntimamente entrelazados, y el problema del doblaje está en pensar que los personajes, japoneses en este caso, hablan como hablaría un español. No somos tontos, lo sé, y sabemos que en realidad es un doblaje, pero la fuerza audiovisual es tan fuerte que nos cuesta distanciarnos y captar las miles de sutilezas que hay en los modos de hablar. Es una cuestión de apertura, de aceptar lo extraño, lo que no comprendemos exhaustivamente. Cerrarse sólo a la propia lengua, al sonsonete familiar, a los doblajes atiborrados de los giros más exclusivamente españoles es algo un poco palurdo, no querer salir de la propia aldea.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que la actuación es más que los gestos y movimientos, pues precisamente la parte más complicada está en cómo interpretar el guión, cómo decir lo que se tiene que decir. Volvemos al tema de las entonaciones, la conjunción entre voz y cuerpo, el sentimiento que se pone en las palabras. Por eso me sorprende cuando después de ver una película doblada, la gente comenta lo bien qué actúa tal actor, cuando en realidad se le ha mutilado más de la mitad de su trabajo. Si hablamos de películas de calidad, hemos de tener en cuenta que cada modo de decir está perfectamente pensado por el actor (que originalmente suele tener un muy buen registro de voz), el director, el guionista, y la inmensa mayoría de las ocasiones el doblaje no puede hacerse cargo de todas esas pequeñas cosas que tenía en mente toda la producción. Esto es mucho más importante en las películas animadas y en los musicales, donde los creadores cuidan con especial esmero el audio de las producciones. No digo que en los doblajes no se cuide, sólo que una niñera no podrá cuidar tan bien a un niño como lo haría su madre. Doblar es casi una delicada y sutil usurpación de una cultura, unos actores, unos personajes, una historia.
Entiendo que para quienes no están acostumbrados a ver una película con subtítulos puede ser difícil en un primer momento adquirir es simplísimo acto de leer, escuchar y ver a la vez la película sin perderse nada. Porque se puede, aunque haya quienes no lo crean, hasta el punto de terminar de verla sin darse cuenta de que estaba subtitulada. Es cuestión de costumbre, de ver unas pocas películas así, pues realmente no es tan difícil. Muchas personas me han dicho que el cine es un momento de esparcimiento y no hay que añadir dificultades que nos obliguen a esforzarnos un poco más o, quizá, ¡a pensar! En el fondo, reconozcámoslo, la cerrazón a ver las películas dobladas es una cuestión de pereza intelectual, un ramalazo más de esa enfermedad que es la pasividad: preferir que todo nos lo den masticado, encender el televisor para que nos hable sin pensar en lo que nos dice, que hagan todo por nosotros. E hija de la pasividad: la torpeza. Hace falta la actividad, la actividad en grado sumo, eso que algunos llaman la contemplación para captar la finura del mundo que nos rodea y captar que las mejores cosas de la vida son sutilezas, que no se captan con el genio sino con el ingenio.

martes, 13 de julio de 2010

Diario del movimiento del mundo IV


Movimientos hay muchos. Y en este mundo nos gustan los rápidos, la velocidad, lo que vemos. Lo reconozco: son mucho más divertidos. Pero este verano he descubierto la espeleología y los secretos que se esconden bajo la roca caliza: uno de ellos es el movimiento. Miles de años pueden llevar para la formación de una cueva, años de un constante movimiento lento y persistente. Insidioso. Millones de pequeñas gotas de agua que penetran la roca y se hacen espacio hasta dejar abiertas las galerías por donde se puede pasar. Y después, el movimiento inverso: la destrucción. Una destrucción que no es como la imaginamos, sino que es también lenta e inapreciable. Dicen que todo el proceso lleva ¡un millón de años!
Lo importante del movimiento no es la velocidad, sino el movimiento mismo. Que nunca se detenga, que siempre esté en acción. Ese es el secreto que se esconde en los arcanos mundos subterráneos y en los igualmente desconocidos mundo supralunares: miles de movimientos que nunca cesan, que nunca dicen basta. Al final, la perseverancia siempre es agradecida y surgen las cuevas (que acabo de descubrir que pueden ser preciosas), los eclipses, los bosques. Y, vale, también lo reconozco, quizá alguno que otro terremoto.

viernes, 9 de julio de 2010

La paradoja de la felicidad


Como respuesta a uno de los comentarios de la entrada sobre las paradojas del Cristianismo, quería desarrollar un poco más una de ellas: "Para ser feliz hay que proponerse no serlo". Y es que ya sabía que podía entenderse mal. Lo que pasa es que la felicidad, al ser el fin al que todos tendemos, es un fin complejo, difícil de clasificar. Peculiar. Es algo que uno no puede proponerse, porque en cuanto se formula como propósito, se nubla.

Sin embargo, "proponerse no ser feliz" no equivale a "proponerse ser un miserable" o que Dios en realidad quiera que no seamos felices. Todo lo contrario. Si Dios quiere que todos nos salvemos y salvación no es otra cosa que la felicidad en plenitud, entonces quiere que seamos realmente felices, plenamente, aún aquí en la tierra. No obstante, la felicidad, que es un fin en sí mismo, no puede buscarse en directo, sino que es más bien la consecuencia de una serie, cuasi infinita, de pequeñas elecciones que -¡he ahí la paradoja!- nos hacen más felices cuanto más indirectamente apunten a la propia felicidad. Si no, se confunde fácilmente con el placer, y por ahí comienza el camino de perdición de muchas personas.

La felicidad se alcanza cuando no se busca, al menos cuando no se busca como tal, así en abstracto. La felicidad. Con sólo mentarla parece ser una fantasía, algo que se nos escapa de las manos. Por eso, cuando se piensa en "mi felicidad", "mi felicidad", "dónde está mi felicidad", nos volvemos fácilmente unos egoístas, pues parece que nunca la tenemos por completo... y así comienza la búsqueda del pote de oro detrás del arco iris. Podemos estar siempre buscando un imposible, ciegos, como el galgo persiguiendo con afán el conejo que nunca alcanzará. "Nacemos de la sed...", decía un poeta español que conocí en Medellín, y esa es nuestra condición. La insaciabilidad hace parte de nuestras vidas y la felicidad no es un bote que hay que rellenar. La felicidad es más un don que un objetivo, algo de lo que libremente debemos desprendernos para después dejarnos sorprender. Por eso, quizá ahora se entienda mejor, "para ser feliz hay que proponerse no serlo", hay que olvidarse de sí mismo y empeñarse en que los demás sean felices. Y recordar que en la tierra sólo tenemos pequeñas dosis del gozo pleno, que la felicidad no depende en exclusiva de nuestras propias fuerzas y que no tiene nada que ver con lo placentero, ni con el dinero, ni el poder, ni nada que pueda desaparecer o cambiar o que pese demasiado. Por eso Bías de Priene, que era un sabio y probablemente un hombre feliz, podía decir sin dudarlo "todo lo que tengo lo llevo conmigo" (para los latinos, "omnia mea mecum porto"). ¡!

viernes, 2 de julio de 2010

Cuando sea grande quiero ser... niño


Nunca he sabido muy bien qué responder a la pregunta: ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Ahora, en cambio, lo veo con claridad: Cuando sea grande quiero ser niño, ser cada vez más joven. ¡Y es que hay tanto que aprender de los niños!

Esta semana he conocido Asunta, una niña de nueve años que hablaba como si tuviese mi edad y con esa gravedad que a veces tienen los niños y que resulta aplastante. Es de Bilbao y cuando sea grande quiere ser inventora. Lo tiene clarísimo. Ya ha hecho sus primeros inventos, "casi todos con papel y cartón". Sin embargo, esta semana ha hecho su primer invento "de verdad": una tirolina en pequeño. Asunta va en serio, ya tiene sus propias normas y su código ético para cuando sea una inventora "de verdad".
–Tengo unas normas para mis inventos. La primera es que sólo puedo utilizarlos cuando esté sola, pues mientras los usen los demás debo trabajar y cuidar de que todo marche bien y los disfruten.
–Qué bien, ¿no?– Le digo yo, un poco torpe, aún impresionada de todo lo que me iba contando.
–Sí, también tengo otra que es un poco más complicada. Yo lo digo así: "Más vale uno con valor que cientos a estribor".
–A ver, explícame.
–Sí, a estribor, que no sirvan para nada, que sean sin más. Más vale uno con valor... como los besos.

Silencio. No supe qué decir. Creo que me empecé a sentir un poco idiota. En una niña de nueve años está la sabiduría que a muchos se nos oculta. Sobre todo ahora, que la gente está creciendo en un mondo hipersensible, en el que las manifestaciones de cariño cada vez son más banales y exageradas, Asunta tendría mucho que decir. Y todos nosotros, mucho que aprender.