martes, 12 de febrero de 2013

Gracias, Benedicto.

Lo más impresionante fue cómo me enteré de la noticia. O mejor dicho, cómo no me enteré. Para variar (y no es irónico), no miré Twitter por la mañana. Nadie me escribió un whatsapp, ni me llamó desconcertado. Nadie a mi alrededor —¡y estaba en un sitio con 400 personas!— comentó nada. Salía yo despreocupadamente de la primera hora de clase, y mientras caminaba por los pasillos miré el correo en mi móvil: Sólo un mensaje de Zenit sin abrir, que es el pan de cada día. Así que empecé a leer el comunicado del Papa, esperando que fuera un mensaje del Ángelus cualquiera. Cuál sería mi sorpresa al leer sus palabras. Era el mismo Papa el que me lo estaba diciendo, como si yo estuviese presente entre los Cardenales. Ningún intermediario, ni periodista, ni amigo, ni el graciosillo de turno. El Papa renunciando ante mis ojos. Es decir, sin tiempo a pensar: ¡Rumor! ¡Falso! ¡Imposible! Nada. Sin anestesia. Aunque ahora, visto en retrospectiva, me alegra que así haya sido. Me alegra que no haya sido una broma estúpida en Twitter la que me lo haya dicho o un comentario en plan "¡Noticia bomba!". Así, de un modo tan personal, leyendo directamente sus palabras me sentí especialmente unida a él, como siempre me he sentido.
Por eso ahora no me salen más que palabras de profundo agradecimiento. Admiro a Benedicto XVI como a nadie. He leído sus escritos con fruición y posiblemente haya sido el tiempo que mejor he aprovechado, por el poso que esas lecturas han ido dejando. Benedicto ha sido mi Papa, de una manera muy especial y en muchos sentidos. Aquí pongo sólo cuatro, quizá demasiado personales. (Total, ¿hay alguien ahí, leyendo esto tan largo?). Todos los demás pueden darse por sentado.

Fue un incansable buscador de la verdad. Basta leerle para darse cuenta de que el Papa ha pensado con una profundidad y honestidad intelectual fuera de lo común. No da nada por sentado, ni siquiera la misma fe. Ha reflexionado sobre los contenidos de la fe con la misma seriedad y exigencia que requiere cualquier ámbito del saber, sin irse por las respuestas una y otra vez dadas y sin alejarse de las enseñanzas del magisterio. Es original, sin duda, pero sin pretenderlo. Impresiona su aplastante sentido común y, ante todo, su sencillez. 
El Papa también ha sido un vivo ejemplo de que "es posible un diálogo filosófico fructífero entre posturas discrepantes", como se dice en el prólogo de sus conversaciones con Jürgen Habermas. El Papa ha ido hasta el fondo de todas las cuestiones que le han interesado y con las que ha tenido que enfrentarse por su oficio.
Para un filósofo, el Papa es una fuente inagotable de saber, de temas sobre los cuales aún hay mucho que pensar y diferentes modos de hacerlo. Más aún cuando en el mundo intelectual ser católico puede parecer el mayor de los oxímoros. ("¡¿Cómo es posible que leas tanto y seas católica?!", me preguntó alguien recientemente). Benedicto XVI ha mostrado la libertad de pensamiento que da la fe, las altas cumbres que abre y lo fecunda que es la reflexión sobre lo que se cree. Para un botón de muestra, lo primero que aparece en mis favoritos de Chrome es precisamente este documento de Ratzinger, Conscience and Truth. Como para leer y releer.

—Escogió a San Agustín como "buen compañero de viaje" en su vida y ministerio. El Papa lo escogió primero que yo, vale, pero eso no lo sabía entonces, cuando me topé con "Las confesiones", el libro más impresionante que he leído. El que más me ha herido, podría decirse. Por ese santo en común que tenemos, siempre he sentido que me entendería con el Papa perfectamente. Una vez, de hecho, le escribí diciéndoselo. Y yo también creo entender, por muchas otras cosas que él mismo ha dicho, por qué San Agustín ha sido tan buen compañero suyo.
El Papa ha sentido con especial fuerza eso del corazón inquieto, que también puede traducirse como una sed de Dios insaciable y, por ende, un tanto dolorosa. Se está con Dios, pero se siente también su lejanía, ese reducto de soledad que no puede llenarse en esta tierra. Benedicto XVI ha dicho varias veces que es un hombre tímido, que prefiere la tranquilidad y el silencio. Un hombre contemplativo, que es también todo lo que siempre  (también en mi timidez) he querido ser. 
En una ocasión, cuando hablaba de Agustín, el Papa recuerda "una escena muy hermosa" en que la que el santo y su madre "desde la ventana ven el cielo y el mar, y trascienden cielo y mar, y por un momento tocan el corazón de Dios en el silencio de las criaturas. Y aquí aparece una idea fundamental en el camino hacia la Verdad: las criaturas deben callar para que reine el silencio en el que Dios puede hablar."
¿Recuerdan el discurso sobre el silencio del que hablábamos hace poco en el blog? El Papa ha tenido que hablar muchísimo y ha escrito miles de páginas, pero el silencio siempre ha prevalecido. Ha sabido contemplar, rezar, dejar hablar a Dios... y admirarse ante todo lo humano y lo divino. Esto último, la contemplación, me lleva al siguiente motivo.

Al Papa nada humano le es ajeno. Todo es motivo de admiración: el arte, la literatura, la música, todo encontraba cabida en sus discursos, todo era una ocasión de encuentro con Dios y punto de partida para la reflexión. Benedicto XVI, por ejemplo, me descubrió a Bach. La tercera entrada de este blog surgió de haber leído que el Papa, después de un concierto de Bach dirigido por L. Bernstein, decía cómo había sentido la fuerza de la Realidad, cómo una música así sólo podía nacer de la fuerza de la Verdad.
En este texto sobre el Viernes Santo, uno de mis favoritos ever, el entonces Ratzinger comienza hablando otra vez de Bach y Krzysztof Penderecki, y pasa por Chagall, Solzhenitsyn, Grünewald... ¡y qué cosas dice! Si uno sigue profundizando en lo que ha dicho sobre la belleza (que también ha tenido su lugar en este blog), el arte, la liturgia... se encontrará con unas joyas inmarcesibles.

Uno de sus principales temas: la esperanza. Cuando se tiene el corazón inquieto, como decíamos antes; cuando se es un poco contemplativo y todo te remite a Dios, es inevitable sentir nostalgia de lo divino: Querer gozar de tantas cosas ya en este mundo, mientras se siente la humana limitación de poder abrazar muy poco de las cosas de la tierra y menos aún las del cielo. Cuando la sed por tantas preguntas es grande, sólo hay una respuesta: la esperanza. Eso lo aprendí de San Josemaría, en un texto que escribió para mí (seguro que a Benedicto XVI le gustaría), Surco 293, y lo fui madurando poco a poco junto al Papa. Rápidamente me di cuenta de que la esperanza era uno de sus temas recurrentes. Creo entender por qué, y se lo agradezco. "Spe Salvi" no es sólo la Encíclica que más me ha gustado, sino que es todo un libro de cabecera. También a los jóvenes nos dirigió en el 2009 un mensaje sobre la esperanza, en el nos dice claramente cómo vivimos una crisis de esperanza, cuando en realidad la juventud es el tiempo por excelencia de la esperanza. "¿Dónde encontrar y cómo mantener viva en el corazón la llama de la esperanza?", se pregunta. Y responde. Hay también muchos mensajes de Adviento que van a lo mismo. 
La esperanza, pienso, es la cuestión de toda vida humana. Benedicto XVI la ha abordado como nadie.

Podría seguir. Ni siquiera he mencionado la Jornada Mundial de la Juventud, que también es una cuestión personal, pues —él mismo lo dijo— vivimos una aventura juntos. Están otros muchos escritos que me han hecho pensar tanto (ejem), las Audiencias sobre la oración, la carta a los Obispos tras el levantamiento de la excomunión de los cuatros Obispos consagrados por Lefebvre (tan impresionante y dolorosa para mí), pero sobre todo, el ejemplo de su vida entregada, humilde y valiente. La renuncia no es una muestra más de sinceridad en un hombre que sólo ha vivido para hacer la voluntad de Dios.
Como todo ser humano, yo a veces también tengo mis dudas, pero aparecen hombres como Benedicto XVI, en los que se trasluce de un modo tan nítido la gracia divina, que la fe pasa a ser constatación y la esperanza, certeza de que ya en este mundo Dios hace maravillas.

¡Gracias, Benedicto!

domingo, 10 de febrero de 2013

El poema de un caballero

La última batalla ha sido especialmente intensa. Si es difícil valorar las pérdidas, más aún es valorar las ganancias. ¿Qué hemos ganado al ganar este combate? Mantener el campo de batalla lejos de Camelot, donde no podría soportar que se derramase una sola gota de sangre. Pero, ¿nuestros caballeros? ¿Cómo valorar el honor de nuestros combatientes?
Ayer, al volver de recuperar los cadáveres, Sir Lancelot me entregó un papel que pensó que me gustaría tener. Era un poema que encontró tirado en el campo de batalla. No sabemos —y así está bien— si lo escribió uno de los nuestros o del bando enemigo, y si ha salido vivo del combate. Aunque esas no las muestran con orgullo, también los caballeros tienen sus heridas en el alma. "Un cobarde", me dijo Lancelot. Un valiente, diría yo, si escribió esto y siguió luchando.

EL DUQUE DE CAMELOT.


Estoy a punto de entregar mis armas.
El camino es largo, la empresa dura,
pesada la carga de la soledad
que me legan los héroes caídos:
los combatientes intrépidos y firmes
hasta el fin. Mientras tanto, veo alzarse
la bandera del miedo y la tristeza,
vergüenza para un joven caballero,
fiel servidor de Dios y el rey. Mas es tarde.
Se apaga la lumbre. Ya duermen todos
la febril pesadez de los vencidos.