Medellín, la ciudad de la eterna primavera, era el escenario perfecto. Un sol siempre brillante, un calor que nunca sofoca, muchos árboles y flores, hacían que bajo un cielo azul la poesía volara con más libertad, al aire libre. El Jardín botánico, el Parque de los Deseos y el de los Pies Descalzos, el Lleras, la Plaza Botero, las Universidades, los Parques Biblioteca y, por supuesto, el punto de partida y de llegada: El cerro Nutibara, en el Teatro al Aire libre Carlos Vieco. Allí nos convocábamos unas de cuatro mil personas (¿exagero?) para la inauguración y la clausura del Festival, bajo el sol o bajo la lluvia, ¿qué más daba? Allí podíamos pasar cinco horas sentados sobre las gradas de asfalto. No era precisamente cómodo, pero, ¿quién busca la comodidad cuando busca la poesía?
Son muchos los poetas, muchos los poemas, muchos los recuerdos. Hacer una enumeración de los participantes no tendría mucho sentido, aunque serviría para hacerse una idea de la magnitud del evento. Era algo grandioso, o al menos así lo sentíamos; nos sentíamos parte de algo histórico, espectadoras de algo que cabría calificar de bello, amigas de los poetas. Porque al final siempre, siempre, íbamos a hablar con ellos. Dos frases, quizá, un “muchas gracias”, un autógrafo y alguna vez una conversación, aun en inglés si era necesario.
Todavía me sorprende lo presentes que siguen en mí las voces, los rostros, los poemas. De Sam Hamill, por ejemplo, tengo un recuerdo muy vivo, aunque no logré hablar con él. Era el fundador de "Poets against war" y todavía hoy, a veces, me encuentro repitiendo el último verso de uno de sus impresionantes poemas contra la guerra. "If you only listen with your eyes open". Con Quincy Troupe comprendí aquello de que el rap significa "Recited American Poetry". Sí, el rap no es música; puede llegar a ser mucho más. Una de las presencias más arrolladoras fue la de Gioconda Belli. No sé si por su poesía o por su pelo. Quizá por ambas, pues cuando pienso en ella lo primero que recuerdo es una abundante melena roja con vida propia y en que Nicaragua es su "hombre con nombre de mujer". Entre los poetas indígenas (recuerdo también a Allison Hedge Coke y Sherwin Bitsui), me impresionó especialmente el nuestro, Hugo Jamioy. ¿De lo más recóndito de un pueblo indígena —de esos que ya casi ni existen— ha podido salir alguien así? Im-pre-sio-nan-te. (Y había que ver a su hijo pequeño que le acompañaba. Era parte de su poesía). Otros breves encuentros, un cruce rápido de palabras, tuvieron lugar con Ernesto Cardenal (en un momento en que no leía, sino simplemente escuchaba, entre el público del Jardín Botánico) y Wole Soyinka, premio Nobel de Literatura. Con ambos nos superó la vergüenza, pudo ser una historia bonita... pero no les exigimos más que un autógrafo.
¿Más? España, claro, querida España. Recuerdo a Antonio Porpetta (el más simpático, sin duda), Guadalupe Grande (de quien tomamos un verso, que se volvió casi un código de amistad: "Somos un signo de interrogación que ha perdido su pregunta") y, cómo no, a Juan Vicente Piqueras, de quien ya he dicho algo aquí.
A Andrea Cote, compatriota, la seguimos por Medellín, fuimos a todos sus recitales. Al final nos reconoció, hablamos un poco con ella, nos hicimos una foto, incluso nos dejó su mail y quizá fue entonces cuando algo del "deseo mimético" de escribir poesía se encendió. Colombiana, poeta, guapa, majísima, lista, profesora de los Andes... No es algo que se encuentre fácilmente por ahí.
Y a Sujata Bhatt y Anwar Al-Ghasani tengo que mencionarlos. A la primera por el poema "The Stare", del que no salí en mucho tiempo, y a Al-Gahasani por cómo hablaba de Irak y porque nos dedicó un autógrafo poético, después de una detenida y profunda mirada, como pocas he visto.
En fin, quizá me he alargado demasiado. Pero era una asignatura pendiente. Un capítulo muy vívido en mí, pero aún inédito de Aquellos maravillosos años, donde todo —supongo— comenzó.