Cuando era pequeña, había una especie de problema “teológico” que me inquietaba. Todo por una confusión lingüística, por un error en un solo fonema.
Los domingos en la misa de la parroquia a la que asistía, se rezaba una oración de acción de gracias y petición. Una de las cosas que se pedía era: “por aquellos que no sienten consuelo Y tienen fe”. O al menos eso era lo que yo pensaba. Tiempo después me di cuenta de que en realidad la petición era por “aquellos que no sienten consuelo NI tienen fe”. Aunque esta última petición no deja de encerrar grandes cuestiones sobre la gratuidad de la fe y el porqué unos la tienen desde siempre mientras que a otros parece que nunca les llega el momento, lo que de pequeña me inquietaba era esa aparente contradicción inicial: ¿se puede tener fe y no sentir consuelo?, ¿podemos creer en dios y sentirnos solos? O mejor dicho, ¿se puede tener fe sin esperanza?
Por ese entonces nada sabía de mística, ni de la “Noche Oscura del alma”, ni del amor purificador. En todo caso, me hubiera dado igual porque pensaba en algo completamente distinto: en personas que tenían a Dios por lo más grande, que en Él creían y vivían conforme a esa fe, pero en el fondo se sentían vacíos, insatisfechos. El peor drama, pensaba, de una existencia cristiana. Y cada domingo me detenía en esa consideración y pedía realmente por ellos, por algo que no podía comprender del todo.
Cuando salí de mi error fonético, casi me olvidé del asunto, pero de algún modo siempre ha estado presente. La posibilidad de vivir sin vivir, sin encontrar en dios las respuestas, era un temor que a veces me asaltaba. Mucho después, creo haberlo comprendido.
Ciertamente no se puede creer en Dios sin fe, esperanza ni caridad, pero en la práctica sí se puede vivir a espaldas de ellas. “Aquellos que no sienten consuelo Y tienen fe” tienen lo más importante pero les falta esperanza; tienen caridad, pero no la experimentan; miran sus heridas, pero no las de Cristo.
Tener una fe que sangra constantemente es pensar en la fe como un recetario o un oráculo que tiene todas las respuestas, cuando en realidad la fe es precisamente una búsqueda de un fin del que estamos ciertos, que no nos defraudará, pero que todavía no poseemos. Por eso la esperanza es un virtud auténticamente cristiana; la virtud del peregrino, pues nuestra vida es ante todo un camino, y para llegar a donde no estamos, hemos de ir por donde no estamos, llevar nuestra capacidad de sorpresa al máximo, nuestra búsqueda hasta sus límites. La esperanza es virtud del que tiene sed y sabe que entre más grande sea la medida de su sed más plenamente será saciado.
No es una sed existencialista, un vacío que sólo puede llenarse de vacío, una tendencia al absurdo, a la nada. Es una sed que confirma la esperanza, la epekhtasis de san Gregorio, que aún me gustaría estudiar a fondo.
La fe y la esperanza no son meramente un consuelo, algo subjetivo o un efecto anestesiante, todo lo contrario. La esperanza es virtud del caminante, de aquel que no se detiene (porque el que no avanza, retrocede; quien alguna vez haya remado lo sabe bien) y como un peregrino puede decir: “todo lo que tengo lo llevo conmigo” y aún así ir ligero de equipaje.
La fe y la esperanza son, en definitiva, una cuestión de caridad, de amor. Dejar de anhelar un consuelo, para que Dios lo encuentre en nosotros. Y es que nosotros, pobres criaturas (y además, precisamente por esto), podemos hacer crecer en Dios la esperanza. Sólo con esas tres virtudes se puede vivir realmente la vida.
Ya lo decía el Cardenal Ratzinger: “Tengo que comenzar por dejar de mirarme, y preguntarme qué es lo que Él quiere. Tengo que empezar aprendiendo a amar, pues el amor consiste en apartar la mirada de mí mismo y dirigirla hacia Él. Si a partir de esta tendencia fundamental, en lugar de preguntarme qué es lo que puedo conseguir para mí mismo, me dejo sencillamente guiar por Él, si me pierdo realmente en Cristo, si me dejo caer, me desprendo de mí mismo, entonces me doy cuenta de que ésa es la vida correcta, porque de todos modos yo soy demasiado estrecho para mí solo. Cuando salgo al aire libre, valga la expresión, entonces y sólo entonces comienza la grandeza de la vida”.
Ratzinger... es un buen chico. Muy bonito, Marcela. Un saludo, Rafa.
ResponderEliminarMarce, cuando escribes cosas tan profundas, mi primera reacción es quedarme callada pensando. Pero como quiero demostrarte que lo he leído, comento: y no sé qué comentar. Luego, se me ocurren tonterías, como mil historias más de confusiones fonéticas en iglesias: las que tenemos hermanos pequeños tenemos un buen arsenal.
ResponderEliminar¡Ánimo con los exámenes!
Baarry: he tardado un poco en contestar... Ya sabes, exámenes y esas cosas.
ResponderEliminarMuchas gracias por leer y comentar. Aquí se valen todo tipo de "tonterías", que sé perfectamente que viniendo de ti no lo son. En todo caso, si mis tonterías, que muchas veces creo que lo son, hacen reflexionar, me doy por bien servida.
¡Gracias!