Todos, jóvenes y viejos como yo, hemos experimentado alguna vez cómo la fuerza de la costumbre termina por imponerse. Es, en parte, un modo de sobrevivir. Somos animales de costumbres y, al final, siempre terminamos por adaptarnos a los ambientes más adversos, a las realidades más sorprendentes. Y es que en parte debe ser así: las heridas tienen que cicatrizar, no pueden sangrar constantemente. Sin embargo, hay heridas que no deberían cerrarse o que de hacerlo, al menos tendríamos que tener la cicatriz lo suficientemente visible como para no olvidar lo que ha hecho que sangrase. Porque no todas las heridas son fruto de una caída, sino que las hay fruto de un triunfo en el combate o de una flecha que nos ha herido justo en el sitio preciso, en el mejor de los momentos. Hay otras que duelen, pero que las necesitamos para mantenernos vivos, para no caer en el aletargamiento, en la indiferencia. Acostumbrarse, como todas las malas costumbres, no cuesta nada. Es el proceso natural, el mar en el desembocan todos los ríos. Es la salida fácil, el modo de no sufrir, la construcción solapada de una campana de cristal que nos mantiene protegidos de una realidad que no oculta su cara amarga.
Acostumbrarse, como todas las malas costumbres, no cuesta nada. Es el proceso natural, el tubo de escape por donde se nos van los mejores momentos. Es la pérdida de la capacidad de asombro, el saco roto al que se echan las mayores alegrías que un día nos hicieron vibrar y que ahora no son más que una fotografía estática.
Lo malo y lo bueno se hacen objeto de la costumbre, y hay que impedir que ésta los alcance. Los hombres no somos pura fugacidad, como algunos nos hacen creer. No estamos hechos para el olvido. Por eso allí está la pena: olvidamos demasiado fácil, por más que lo evitemos tenemos una memoria muy frágil. A veces quisiéramos que un recuerdo se nos quedase grabado a fuego vivo, pero al traerlo a la memoria parece que ha perdido su fuerza. El recuerdo nos pertenece, le pertenecemos, formamos una misma cosa, nos hacemos a él, nos acostumbramos.
Un Duque no puede acostumbrarse a sus comodidades, a la gentileza de su gente, al sufrimiento que le participan. Así como un fraile no puede acostumbrarse a su pobreza de vida ni a la miseria de aquellos a quien visita o un juglar exitoso a divertir a la gente. Y es que no acostumbrarse tiene mucho que ver con saber ser agradecido y asumir un deber de justicia. No acostumbrarse ante las bondades de la vida es un continuo saber dar las gracias; no acostumbrarse ante el sufrimiento ajeno, ante las injusticias sociales, es una reivindicación constante.
¿Por qué es entonces tan difícil? Supongo que tiene que ver con su importancia, con la belleza que se nos escapa. Hacer que nuestra mirada no envejezca es una de las mejores cosas que podemos alcanzar. No acostumbrarse es mantener viva la mirada, es saber mirar, con esa profundidad que se capta enseguida en los niños. Decimos que algo que vuelve parte del paisaje cuando ya no lo vemos, cuando se nos ha ensombrecido la mirada y permanecemos indiferentes a ello, cuando nos acostumbramos. Lo ideal sería hacer un nuevo paisaje de aquellas cosas ante las que el acostumbramiento se hace vicio, un paisaje que, en el sentido más estricto, debe ser contemplado una y otra vez hasta hacerlo plenamente nuestro.
¡No quiero acostumbrarme!
Que no os acostumbréis y la Providencia os acompañe,
EL DUQUE DE CAMELOT.