domingo, 25 de abril de 2010

Lo-que-no-debe-ser-nombrado


Frente a una reflexión acerca del lenguaje es fácil sentirse un poco filósofo y poeta, más aún estos días en el que se experimenta con más fuerza "el peso del lenguaje", pues se ven las crisis y discusiones que una sola palabra puede suscitar. Lo he visto con mis propios ojos. Una palabra que tiene el efecto de una maldición Cruciatus: hace que la gente se retuerza. Se refiere a unos sucesos que tendrán lugar la semana que viene y que en el ámbito universitario resultan definitivos. La gente no es la misma. El sol se burla de todos nosotros a través de las ventanas y la conciencia empieza a hacer de las suyas: es el remordimiento de los meses pasados. Ha llegado el momento de "Aquello-que-no-debe-ser-nombrado". Así que perdón si desaparezco. Estaré luchando contra "Ya-sabes-quién", para que llegue el momento en se rompa el tabú y podamos decir su nombre con normalidad, con paz y, con suerte, con buen humor.

domingo, 18 de abril de 2010

Diario del movimiento del mundo III


Hay movimientos paradigmáticos. El vaivén de un columpio lo es de la niñez; el paso fugaz de una estrella, de los sueños; el ondear de una bandera, del orgullo o la nostalgia. Sin embargo, hay uno que, por su peculiaridad, los supera a todos: el alto vuelo de un pájaro como símbolo de la libertad. Y es que es paradójico que la libertad -algo que sentimos tan nuestro- se represente con algo que no podemos hacer, pero que todos soñamos, como si ésta no fuese más que eso: una ilusión.
Sin embargo, hay algo en este movimiento que lo hace merecedor de ocupar una página en el "Diario del movimiento del mundo", porque quien se haya detenido a contemplar los surcos en el cielo de un pájaro que alcanza el alto vuelo, sabe que eso es libertad, no porque nos sea ajeno sino porque podemos ponernos en su lugar y recorrer con él un viaje por los aires. Eso es lo que pasa cuando sabemos mirar, porque la contemplación es todo menos pasiva. Es una actividad, actividad altísima y perfecta que logra situarnos dentro de lo contemplado, vivirlo.
En el vuelo de un pájaro hay ligereza, paz, dilación. Es un movimiento que alcanza su cumbre máxima en el detenimiento, cuando ya no hace falta el batir de las alas sino que se abre espacio para el planeo. El movimiento se ralentiza y es entonces cuando nos sentimos más leves y nos apropiamos del placer del vuelo.
En definitiva esa es la magia que encierra los movimientos más bellos, el tándem de presteza y lentitud, pausa y movimiento, movimiento y pausa: el batir (=mover con ímpetu y fuerza) y el planeo.

lunes, 12 de abril de 2010

Una novedad



Un nuevo gadget (me gusta esta palabra) se ha sumado al blog. Una frase que a partir de ahora, al menos por un tiempo, lo preside: "El buscar en todo la utilidad es lo que menos se adapta a personas magnánimas y libres". Ha sido el afortunado encuentro de un pensamientos "mío" que no encontraba articulación con un viejo pensador que siempre da en el blanco. Que sea, pues, una especie de lema del blog, un recordatorio en nuestras vidas y, con suerte, un remedio "sencillo" para nuestra afanada sociedad actual.

viernes, 9 de abril de 2010

A propósito de la costumbre


Me acabo de acordar de algo que se publicó en el diario El Mundo hace un tiempo y que expresa con suma claridad "la mala costumbre de acostumbrarse" de la que hablaba el Duque. Es esa costumbre que nos iguala, nos hace indiferentes y poco críticos, una lacra social cada vez más pegajosa.


«Hoy no voy a tratar los problemas éticos planteados por el aborto, sino una cuestión previa. Como filósofo y como ciudadano me asusta la facilidad con que nos acostumbramos a todo. El hábito produce falsas evidencias. La primera vez que vemos o escuchamos una cosa podemos sorprendernos o escandalizarnos, pero después de mil veces forma parte ya de nuestro paisaje vital. Deja de inquietarnos. Desaparece cualquier aspecto problemático. La tarea del filósofo debe ser "no acostumbrarse nunca", no dejar que los tópicos, las modas, las costumbres, los dogmas le impidan ser crítico. Pero es una actitud muy difícil, porque también él está sometido a los peligros de la habituación. Es grave resolver mal un problema, pero tal vez lo sea más dejar de percibir que es un problema. Eso es lo que me preocupa con la ley del aborto; la naturalidad con que empieza a aceptarse el hecho, que mis alumnos no vean ningún conflicto moral. En el "Agamenon", de Esquilo, el protagonista tiene que sacrificar a su hija Ifigenia para cumplir un augurio. El coro no critica el hecho, sino que Agamenon lo asumiera sin dramatismo. Para los griegos, la esencia de lo trágico era mostrar que no todas las situaciones humanas tienen buena solución, e impedir que se olvidara esa índole trágica de nuestra existencia. Algo parecido me sucede a mi con el aborto. No quiero acostumbrarme.»

JOSÉ ANTONIO MARINA/Filósofo.

miércoles, 7 de abril de 2010

La mala costumbre de acostumbrarse

Todos, jóvenes y viejos como yo, hemos experimentado alguna vez cómo la fuerza de la costumbre termina por imponerse. Es, en parte, un modo de sobrevivir. Somos animales de costumbres y, al final, siempre terminamos por adaptarnos a los ambientes más adversos, a las realidades más sorprendentes. Y es que en parte debe ser así: las heridas tienen que cicatrizar, no pueden sangrar constantemente. Sin embargo, hay heridas que no deberían cerrarse o que de hacerlo, al menos tendríamos que tener la cicatriz lo suficientemente visible como para no olvidar lo que ha hecho que sangrase. Porque no todas las heridas son fruto de una caída, sino que las hay fruto de un triunfo en el combate o de una flecha que nos ha herido justo en el sitio preciso, en el mejor de los momentos. Hay otras que duelen, pero que las necesitamos para mantenernos vivos, para no caer en el aletargamiento, en la indiferencia.
Acostumbrarse, como todas las malas costumbres, no cuesta nada. Es el proceso natural, el mar en el desembocan todos los ríos. Es la salida fácil, el modo de no sufrir, la construcción solapada de una campana de cristal que nos mantiene protegidos de una realidad que no oculta su cara amarga.
Acostumbrarse, como todas las malas costumbres, no cuesta nada. Es el proceso natural, el tubo de escape por donde se nos van los mejores momentos. Es la pérdida de la capacidad de asombro, el saco roto al que se echan las mayores alegrías que un día nos hicieron vibrar y que ahora no son más que una fotografía estática.
Lo malo y lo bueno se hacen objeto de la costumbre, y hay que impedir que ésta los alcance. Los hombres no somos pura fugacidad, como algunos nos hacen creer. No estamos hechos para el olvido. Por eso allí está la pena: olvidamos demasiado fácil, por más que lo evitemos tenemos una memoria muy frágil. A veces quisiéramos que un recuerdo se nos quedase grabado a fuego vivo, pero al traerlo a la memoria parece que ha perdido su fuerza. El recuerdo nos pertenece, le pertenecemos, formamos una misma cosa, nos hacemos a él, nos acostumbramos.

Un Duque no puede acostumbrarse a sus comodidades, a la gentileza de su gente, al sufrimiento que le participan. Así como un fraile no puede acostumbrarse a su pobreza de vida ni a la miseria de aquellos a quien visita o un juglar exitoso a divertir a la gente. Y es que no acostumbrarse tiene mucho que ver con saber ser agradecido y asumir un deber de justicia. No acostumbrarse ante las bondades de la vida es un continuo saber dar las gracias; no acostumbrarse ante el sufrimiento ajeno, ante las injusticias sociales, es una reivindicación constante.

¿Por qué es entonces tan difícil? Supongo que tiene que ver con su importancia, con la belleza que se nos escapa. Hacer que nuestra mirada no envejezca es una de las mejores cosas que podemos alcanzar. No acostumbrarse es mantener viva la mirada, es saber mirar, con esa profundidad que se capta enseguida en los niños. Decimos que algo que vuelve parte del paisaje cuando ya no lo vemos, cuando se nos ha ensombrecido la mirada y permanecemos indiferentes a ello, cuando nos acostumbramos. Lo ideal sería hacer un nuevo paisaje de aquellas cosas ante las que el acostumbramiento se hace vicio, un paisaje que, en el sentido más estricto, debe ser contemplado una y otra vez hasta hacerlo plenamente nuestro.
¡No quiero acostumbrarme!

Que no os acostumbréis y la Providencia os acompañe,

EL DUQUE DE CAMELOT.