En ocasiones, la historia de la filosofía podría escribirse al revés. Quizá no sería del todo fiel con la filosofía misma, pero no dejaría de ser fiel con los filósofos, pues, al fin y al cabo, todos los que hemos estudiado filosofía hemos partido desde el final, nos hemos criado en las últimas ideas boyantes de la sociedad. Todo filósofo empezó siendo un náufrago —no puedo concebir otro modo de acercarse a la filosofía, otro modo que no sea más que la apremiante necesidad de sobrevivir (por eso para los filósofos el dinero es un lujo que no pretenden, les basta mantenerse vivos)— y en su naufragio tuvo que aferrarse a lo primero que encontrase para mantenerse en la superficie, es decir, a todas las ideas que estaban a su mano, que la sociedad le gritaba a su paso. La filosofía, como decía Jesús Arellano, no es más que un ansia de superficialidad, aunque esto es otro tema.
De este modo, para muchos, los caminos de la filosofía han sido en realidad un camino de regreso. Un recorrido al revés por la historia de la filosofía. Así que primero fue Ortega y Gasset el que nos hizo notar nuestra condición de náufragos: “náufragos hacia nosotros mismos”, dando brazadas para sobrevivir. Después Nietzsche fue el que nos gritó “¡Filósofos a las naves!”, como diciendo que la filosofía era en realidad un viaje hacia lo desconocido. En el puro naufragio no se puede vivir y en tierra firme no es posible pensar de verdad. Los filósofos teníamos que subir a las naves y emprender un viaje sin retorno. Así comenzamos muchos a estudiar filosofía, con lo apasionado y provocador del grito de Nietzsche: “¡A las naves!”, como un grito de guerra, como quien quiere comerse el mar abierto que le espera.
Después llegó Tomás de Aquino y nos dijo slow down, que la filosofía era ante todo una escucha humilde a la verdad y nos dio un consejo a nosotros, jóvenes inexpertos: “que prefieras entrar por los ríos, y no enseguida por el mar, puesto que conviene llegar por lo más fácil a lo más difícil”. Y así nos volvimos cautelosos, atentos, estudiosos. La emoción por vivir un viaje de aventuras, se tornó en algo más grande; el grito de Nietzsche, se convirtió en un susurro, casi una confidencia; y el deseo de defender la verdad se transformó en un deseo de llegar a amarla.
Sin embargo, poco a poco el viaje se fue tornando fatigoso, monótono. La búsqueda de respuestas se tornó en una multiplicación de preguntas, el viaje mar adentro nos situó ante lo inabarcable del horizonte. La única certeza a la que habíamos llegado era que no había otro camino más difícil que ahondar en la realidad, con la esperanza de que a Platón —nos lo contó él mismo— le había pasado lo mismo, así que decidimos seguir sus pasos, y ya que estábamos embarcados, intentar una "segunda navegación". Una navegación más difícil que la primera, más comprometida con la propia vida, atreviéndonos a pensar por nosotros mismos. Y ahí es donde empezamos a andar nuestro camino, para descubrir en seguida que ningún camino es únicamente el nuestro, que el viaje en el que nos habíamos embarcado era un imposible en esta tierra, pero, son palabras de Platón, "el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice de ellas, o el desistir antes de quedar exhausto de examinarlo por todos los costados, me parece que es cosa de hombre sin coraje", de modo que, al final, no nos queda más que perseverar en la nave de la filosofía, y asumir la mejor explicación posible de las cosas, "embarcándose en ella, como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como, por ejemplo, una palabra divina”. Y allí, entonces, al final de este camino de vuelta, encontrarnos, una vez más con que en el principio está el final, con que el punto de partida de la filosofía está en saber que no es posible tener certezas a fuerza de "dar brazadas hacia nosotros mismos" —como diría Ortega, nuestro punto de partida—, sino que la vocación de la filosofía, la verdad, tendría que escribirse siempre con mayúsculas. Que conste que ya era Platón el que lo decía. Seguridad sólo hay en el navío de la palabra divina. Si no se toma como brújula, al final, se quiera o no, será punto de llegada. De ahí que la filosofía no sea sistema sino camino. Y es una suerte, agotadora, recorrerlo.
De este modo, para muchos, los caminos de la filosofía han sido en realidad un camino de regreso. Un recorrido al revés por la historia de la filosofía. Así que primero fue Ortega y Gasset el que nos hizo notar nuestra condición de náufragos: “náufragos hacia nosotros mismos”, dando brazadas para sobrevivir. Después Nietzsche fue el que nos gritó “¡Filósofos a las naves!”, como diciendo que la filosofía era en realidad un viaje hacia lo desconocido. En el puro naufragio no se puede vivir y en tierra firme no es posible pensar de verdad. Los filósofos teníamos que subir a las naves y emprender un viaje sin retorno. Así comenzamos muchos a estudiar filosofía, con lo apasionado y provocador del grito de Nietzsche: “¡A las naves!”, como un grito de guerra, como quien quiere comerse el mar abierto que le espera.
Después llegó Tomás de Aquino y nos dijo slow down, que la filosofía era ante todo una escucha humilde a la verdad y nos dio un consejo a nosotros, jóvenes inexpertos: “que prefieras entrar por los ríos, y no enseguida por el mar, puesto que conviene llegar por lo más fácil a lo más difícil”. Y así nos volvimos cautelosos, atentos, estudiosos. La emoción por vivir un viaje de aventuras, se tornó en algo más grande; el grito de Nietzsche, se convirtió en un susurro, casi una confidencia; y el deseo de defender la verdad se transformó en un deseo de llegar a amarla.
Sin embargo, poco a poco el viaje se fue tornando fatigoso, monótono. La búsqueda de respuestas se tornó en una multiplicación de preguntas, el viaje mar adentro nos situó ante lo inabarcable del horizonte. La única certeza a la que habíamos llegado era que no había otro camino más difícil que ahondar en la realidad, con la esperanza de que a Platón —nos lo contó él mismo— le había pasado lo mismo, así que decidimos seguir sus pasos, y ya que estábamos embarcados, intentar una "segunda navegación". Una navegación más difícil que la primera, más comprometida con la propia vida, atreviéndonos a pensar por nosotros mismos. Y ahí es donde empezamos a andar nuestro camino, para descubrir en seguida que ningún camino es únicamente el nuestro, que el viaje en el que nos habíamos embarcado era un imposible en esta tierra, pero, son palabras de Platón, "el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice de ellas, o el desistir antes de quedar exhausto de examinarlo por todos los costados, me parece que es cosa de hombre sin coraje", de modo que, al final, no nos queda más que perseverar en la nave de la filosofía, y asumir la mejor explicación posible de las cosas, "embarcándose en ella, como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como, por ejemplo, una palabra divina”. Y allí, entonces, al final de este camino de vuelta, encontrarnos, una vez más con que en el principio está el final, con que el punto de partida de la filosofía está en saber que no es posible tener certezas a fuerza de "dar brazadas hacia nosotros mismos" —como diría Ortega, nuestro punto de partida—, sino que la vocación de la filosofía, la verdad, tendría que escribirse siempre con mayúsculas. Que conste que ya era Platón el que lo decía. Seguridad sólo hay en el navío de la palabra divina. Si no se toma como brújula, al final, se quiera o no, será punto de llegada. De ahí que la filosofía no sea sistema sino camino. Y es una suerte, agotadora, recorrerlo.