Hace poco me he reencontrado con este viejo escrito. Es de junio del 2006, poco después de haber cumplido los 16 años, en uno de mis momentos "más reflexivos" o "críticos" o "existenciales", por así decirlo. Muchas cosas han cambiado esencialmente desde entonces y en el fondo todo sigue igual. Como dice el epigrama francés, al que le tengo más cariño en su versión inglesa, tal como lo escuché por primera vez, "the more things change, the more the stay the same"
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Heme aquí, en frente de una hoja vacía, que no contiene palabras, tristezas o alegrías grabadas. Es simplemente, otra hoja más.
Una hoja de papel sencilla, perfecta en su naturaleza, a la espera de ser usada por alguien, a las espera de aquellas palabras capaces de cambiar el mundo.
Allí sigue la hoja, a la espera.
Se encuentra a la espera de aquel cálculo matemático que revolucionará las leyes de la física o de aquel poeta inspirado que se servirá de aquel papel blanco para enamorar a miles de personas a través del mundo y de los años.
Pero todavía nada llega.
La hoja es paciente y sigue tras la búsqueda de aquel niño que con sus crayones, dibujará un garabato especialmente dedicado a sus padres y estos, con lágrimas en sus ojos, lo expondrán como la más fina obra de arte.
Aún no hay niños, poetas o matemáticos a la vista.
Ahora, el papel grita en silencio por alguien que construya de el un avioncito, para que pueda volar por los aires aunque sea por sólo un segundo. Espera la llegada de unas palabras, sin importar si son de amor u odio. Simplemente quiere prestar su lomo para ayudar a alguien a desahogarse.
Sin embargo, todos siguen sin notarlo.
Todos pasan, apurados y nadie ve la magia que la hoja guarda. Nadie ve los primeros trazos de un niño que aprende a escribir o la primera idea de una novela que al pasar de los años se convertirá en un clásico. Todos ven solamente el color blanco… blanco… blanco… profundo y vacío.
Aquello no basta, el papel no puede luchar contra su simple apariencia.
La hoja quiere desistir, pero divisa a un pianista que en una noche despejada, coge un lápiz y sobre aquel papel, empieza a plasmar las notas de una improvisada y hermosa melodía, siente como la música fluye desde su mente hasta sus manos, desde sus manos hasta el papel y desde este, al piano que llena el ambiente de un armonía hipnotizante.
Aunque aquello sea sólo, tan sólo una visión.
La hoja sobrevive a través de los años, a través de las penas que un papel pueda sufrir. Se quedó estática a través del tiempo, viendo como ante sus ojos pasaba toda una vida, toda una historia escrita en otras hojas más.
Y bueno, así es la vida… una revolución de millones de memorias.
Aun así, a pesar de los años y del tiempo el papel continúa esperando por aquella carta de amor sellada con un beso, por aquellas manos mágicas capaces de transformarlo en un barco, un cisne, un juego para niños o de plasmar en él, un número infinito de tonalidades de colores.
Pero… ¿qué más da? No hay opciones, ¿qué puede hacer una hoja por ella misma si nadie hace nada por ella?
Luego, justo allí, es donde aparecemos los humanos, capaces de hacer algo por alguien, por algo y sobretodo por nosotros mismos. Y es precisamente entre ese caminar, en el que, como la hoja, esperamos, esperamos y seguimos esperando por las cosas que anhelamos, hasta que sentimos la obligación de preguntarnos si es que la vida nos pasa o simplemente pasa.