Hoy es el día perfecto para colgar en el blog uno de los textos más geniales que he leído. O, por lo menos, que más me ha impresionado. Es una reflexión de
Eugenio d'Ors ante el "Noli me tangere" de Correggio. Para d'Ors, este cuadro es la encarnación del espíritu de lo barroco, no como período histórico concreto, sino como eón. Lo barroco, que por oposición a la armonía de lo clásico, es una tensión constante entre opuestos. Como la vida misma, diría yo. La mezcla entre el querer y no querer, el sí y el no, la inmensa escala de grises. El instante, como nos ha recordado
EG-M, en el que el pábilo vacila. Cristo que se acerca a María a la vez que se aleja de ella, la busca pero también la rehúye... Correggio materializa esa tensión con una maestría increíble. Y d'Ors la narra con un dulzura embriagadora.
—Noli me tangere... Discípula, no me toques. Toda mi piedad es para ti. Toda mi ternura, para ti. Y mi obra entera. Y tengo todavía para darte, si me sigues, mi palabra, mi sonrisa, mi mirada, mi perfume. Pero no me toques.
(Henos aquí una vez más, en el Museo del Prado, ante la mórbida, la inquietante composición de Antonio Allegri, dicho el Correggio: obra tres veces Sagrada, por el asunto, por la emoción, por el Sentido. El Señor de pie, que muestra el camino a la Mujer anonadada. La Discípula ante el Maestro...)
—Sí, mi palabra, mi sonrisa, mi perfume. Puedo también darte el Cielo. Tu pasado, ¿qué importa? ¿Cómo podría haber en ti un pasado cualquiera, cuando para ti no hay pasado? Lo has perdido al encontrarme. Lo has perdido al perder la memoria. Tu memoria empieza mañana. Hete aquí: más blanca eres que los lirios; más joven que los pequeñuelos; más nueva que los que han visto el día de ayer. Se dice que tienes treinta, cuarenta años. Puede ser. Pero tú naces ahora, en el presente. Ven, sígueme: es como venir a la vida... Empecemos, pues. Empecemos a andar, yo delante, separando abrojos y espinas con mis manos que sangran; tú, pisando
sobre mis huellas. Verás cuán dulce es a tu pie cada pisada que dejó el mío. En el hueco de cada una habrá un poco de su forma, con un poco de mi calor... Pero no me toques.
(El Correggio es admirable en el estudio, el dibujo, la luz y la actitud de la manos. En los pies de sus imágenes, igualmente. Bien diverso del Perugino, cuyo es cierto cuadro, hoy en el Museo de Grenoble, donde se muestra, en contraste con lo que hay de celeste en el rostro y con la noble perfección del cuerpo, un pie desnudo, una casi inexplicable abominación fealdad. Pero resplandecerá todo tu cuerpo cuando tu alma esté verdaderamente encendida.)
—Tú, mujer, no sabes; conviene que sepas. Tú flotas: importa que te orientes. Te dispersas: recógete. Huyes: dómate... Forma sometida, ojos deslumbrados, senos palpitantes, temblorosas rodillas, piernas replegadas, brazos abiertos, dedos en abanico. ¡Y la garganta, que se ofrece a la inmolación! Y el movimiento y el desorden de los velos y las ropas desceñidas. Todo esto yo lo tomo, así su arcilla el escultor. Yo quiero modelarte, criatura; yo haré de ti una estatua para las gliptotecas de Dios. Cada uno de mis ademanes se grabará en tu materia dócil. El primer paso de mi pie derecho dibujará para ti una indicación de brújula. Una llamada arde en mis pupilas. La diagonal de mis brazos es la de un camino que asciende.
Un índice en lo alto designa, sin exigir. El otro índice, abajo, parece invitar a que tu debilidad se apoye en mi fuerza. Pero no me toques.
(Todo, en el Correggio, es impulsión hacia arriba. Hay siempre, en sus obras, visible o invisible, el águila que rapta a Ganímedes —como en el cuadro del Museo de Viena— y una bóveda abierta al cielo —como en la decoración de la catedral del Parma—.)
—Ahora llamo a través de ti a toda la naturaleza, la llamo a la Redención. En el regazo de la naturaleza, tú estás, Mujer, como un día estuvo tu Hijo en tu propio regazo. Formas parte de ella, te envuelve, te encierra, te baña. Tanto como te encierra, te nutre. Apenas si puedes moverte dentro de ella. Tus temblores son sus temblores... ¿Cuántos paisajes en tus ojos! ¿Cuantos paisajes en tu cuello, cuántos paisajes en tu cabellera destrenzada, cuántos paisajes, demasiado confusos y demasiado dulces! Plantas, aguas, nubes, volcanes, son tus hermanos y tus hermanas; los meteoros rigen tus secretos. ¡Cuán difícil arrancarte de esa beatitud
amorfa!... Pero la diagonal de mis brazos es bien firme. Su firmeza, casi abstracta, casi geométrica, te salvará. Y salvará al mundo también, al mundo a ti adherido, y que te seguirá cuando te salves. Así, no me toques.
(En el Correggio, el paisaje es igualmente femenino. Su ternura tiene algo de maternal. Los personajes inermes infancias nutridas por todos los zumos del paisaje. Este que vemos en el fondo de nuestro Museo da goce a los ojos, como un cuajo de leche en un lecho de verdes berros. ¡Caricia de frescura! Recuerdo de un soneto de Góngora, dedicado «A una dama muy blanca vestida de verde»; aquel donde el agua queda encanecida de espuma al paso del cisne, que sacudirá su pluma entre las juncias, al rubio sol.)
—Yo daré consistencia a tu frescura. ¡Oh estatua mía! Yo elevaré tu confusión a claridad. Yo normalizaré tu instinto en ley. Yo te arrancaré a la naturaleza para darte ala Gracia. Si eres pecadora, te haré penitente. Si eres Eva, te haré Madona. Si eres aguijón, te haré medida. Si eres guerra, te haré paz. Si eres entrañas, te haré Ángel. Pero no me toques.
No me toques, porque manchas todavía.