- El Espíritu Santo es fuego (Pentecostés) y agua (Bautismo).
- Para Vivir hay que morir.
- La puerta a la Casa más grande, la Patria verdadera, es estrecha.
- Para ser feliz hay que proponerse no serlo.
- En la pobreza se consigue la mayo de las herencias.
- La más alta sabiduría la alcanzan los ignorantes.
- Para brillar hay que quemarse.
- Como respuesta al odio: Amor.
- Etc, etc, etc...
sábado, 26 de junio de 2010
En medio de la paradoja: Dios
lunes, 21 de junio de 2010
La tentación Bartleby
Esta es quizá una de las entradas más importantes del blog. Llevo mucho tiempo pensando en ella; pensándola en general, no escribiéndola. De hecho, tengo el título desde antes de abrir el blog y al abrirlo pensé que esta sería la primera entrada. Sin embargo no fue así, y ha tenido que pasar casi un año antes de que viera la luz. Esta es la justificación del blog, una confesión personalísima y una especie de arte poética. En cierta medida es una necesidad, algo que tenía que hacer tarde o temprano. La explicación de por qué muchas veces me he hecho llamar Bartleby.
Hay una especie de tentación que me acecha constantemente, siempre que quiero escribir algo o cuando nace en mí alguna ambición literaria. La he llamado "la tentación Bartleby", siguiendo un libro de Vila-Matas, "Bartleby y compañía", que toma el personaje de Melville, "Bartleby, el escribiente"[1], y hace un "estudio" de los bartlebys de nuestra época: esos escritores que, de repente, sin explicación lógica alguna, decidieron dejar de escribir, simplemente porque preferían no hacerlo más. Esa tentación es la de no escribir más: cerrar el blog; no pretender una mentira: creer que puedo aportar algo, que a alguien le interesa lo que tengo que decir, cuando muchas veces ni siquiera sé qué es eso; dejar de jugar al poeta.
Hay quien escribe para informar, o para transmitir unas ideas políticas, religiosas, etc., para conservar su memoria, para hablar con quienes están lejos o como un exquisito hobby. Yo no escribo por nada de esto, aunque muchas veces estas cosas estén involucradas. Me mueve una especie de afán poético, que aún no termina de cristalizar, que por ahora no es más que una quimera. Escribo para aclararme, para pensar un poco más y en cierto sentido llevarme al extremo. Lo hago más por necesidad que por gusto, porque hay cosas que me queman por dentro y que claman por salir. No lo hago por simple gusto, porque cuesta, porque las cosas no salen ya hechas y mis expresiones suelen parecerme desafortunadas, porque al escribir me expongo demasiado -ante mí misma y ante los demás- y dejo que sangren las heridas. Por eso no es de extrañar que con cierta frecuencia algo me diga que deje de escribir o que lo haga simplemente como un instrumento de comunicación, como una técnica necesaria en la vida. Al fin y al cabo, dice ese algo, al que llamaremos Bartleby (aunque Bartleby en realidad soy yo), "prefirirías no hacerlo", "se te facilitaría la vida y podrías ocuparte de otras cosas, pensar menos en ti misma y dedicarte más a los demás". Es una tentación insidiosa, nada ingenua. No es sin más algo que invita a tirarlo todo por la borda, sino que me llama a vivir con los pies en la realidad: dejar a un lado vanidades, sueños inútiles que anhelan poseer un talento que siempre está en los demás y nunca en uno mismo, y empeñarme por vivir al máximo el presente, con lo que tengo, lo que hay. Dejar de perder el tiempo, dándole vuelta a ideas abstractas que no sirven para nada, hasta darles por fin algún tipo de articulación. Es, quizá, un camino fácil: cortarlo todo de raíz, pero no por eso resulta una tontería. A veces, pienso que en realidad puede ser el camino decisivo. No hablo en términos generales, ni formulo una ley universal. La tentación es mía y así es como me interpela, como merodea en mi imaginación.
Siempre he pensado que un artista no puede callarse, que su deber es hablar, pintar, cantar, lo que sea. Es cuestión de justicia y agradecimiento: no se pueden enterrar los talentos. Sin embargo, cuando el talento no es evidente, ni como algo ya dado, ni como fruto del trabajo, callar no deja de ser una opción. No se puede dejar de soñar, pero tampoco se puede vivir en sueños. La realidad supera siempre la ficción.
Y sin embargo, aquí sigo, a pesar de mí misma: escribiendo, así sea con poca frecuencia, en el blog. No quiero adoptar un postura victimista, tampoco puedo decir que esto me cueste la vida, pero sí supone siempre una lucha. Llamémoslo, sin más, una escaramuza.
Escribo porque creo que las palabras encierran una belleza que merece ser descubierta, aunque muchas veces yo no la vea; porque, haciéndolo, combato contra mi vanidad, que se manifiesta en el aislamento, la seguridad de no exponerme y guardarme las cosas para mí, aunque muchas veces parezca que lo hago por todo lo contrario; porque a pesar de mi vulgar normalidad, que tiene muy poco de genio, creo que escribiendo así, tal como soy, sin premios ni publicaciones, podré llegar a alguien, invitar al pensamiento, a la contemplación, al amor por las cosas inútiles. En definitiva, escribo por una acto de fe. Porque creo en lo que no veo y porque en medio de esta ceguera espero encontrar en las letras la lucidez -que no el lucimiento- que estoy buscando.
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[1] "Bartleby, el escribiente" es un excelente libro de Herman Melville. Un relato o novela corta que se adentra en las profundidades del alma humana y los absurdos contempóraneos. Es un libro que no puede dejar a nadie indiferente. Cuenta la historia de un hombre tímido y solitario que es contratado como escribiente en una oficina de Wall Street. Es un buen trabajador, pero un día, cuando su jefe le pide que haga algo, Bartleby, sin altanería y con sencillez, le responde: "Preferiría no hacerlo". La misma escena se prolonga durante los días siguientes, en los cuales Bartleby contesta siempre a cualquier petición, por fácil o insignificante que sea, "preferiría no hacerlo" y con toda naturalidad continúa con sus cosas. El final no lo contaré. Hay que leerlo para atisbar desde lejos lo que guarda en su alma este escribiente.
viernes, 18 de junio de 2010
A la acuarela
A ti, límpida, inmaculada, expandida,
jubilosa, mojada, transparente.
Para el papel, su abrevadora fuente,
agua primavera, lluvia florida.
A ti, instantánea rosa sumergida,
líquido espejo de mirar corriente.
Para el pincel, su caballera ardiente,
fresca y mitigadora luz bebida.
A ti, ninfa de acequias y atanores,
alivio de la sed de los colores,
alma ligera, cuerpo de de premura.
Llorada de tus ojos, corres, creces,
feliz te agotas, cantas, amaneces.
A ti, río hacia el mar de la Pintura.
Un inesperado encuentro con la acuarela me ha hecho comprender muchas cosas. La acuarela es un arte, un arte por excelencia. Habla de sutilezas, transparencias, es delicada, veloz, fresca. Pictóricamente es como un haiku y por esto creo que esta técnica es la que mejor acompaña a un poema.
El agua que acompaña, que constituye, a la acuarela es vida para la pintura, que recorre sus propios e inesperados caminos ante la mirada del artista. Es el agua que calma la sed, que empapa lo recóndito del espíritu. Y es justo esto lo que he descubierto, al tiempo que leía a Conrad (¡grande!), y sus historias del mar: el arte, como el agua, ha de mojar, calar hasta los huesos, empapar el espíritu, suave pero profundamente.
viernes, 11 de junio de 2010
Dos corazones
"Ahora tú, Señor de los ejércitos, justo juez, que sondeas lo más íntimo del corazón..." (Jrm. 11, 20)
"... conoces lo más profundo de los corazones" (Jrm. 20, 12)
"El corazón del hombre es la cosa más traicionera y difícil de curar. ¿Quién lo podrá entender? Yo, el Señor, sondeo la mente y penetro el corazón para dar a cada uno según sus acciones, según el fruto de sus obras" (Jrm. 17, 9-10)
maravillas en el nuestro.